Valeriano Gómez, economista y exministro de Trabajo
Santos M. Ruesga, catedrático de Economía Aplicada, Universidad Autónoma de Madrid
El acuerdo alcanzado al final del pasado año entre las dos principales fuerzas del arco parlamentario español para determinar los objetivos de déficit público en el año 2017, y el establecimiento de un escenario de ingresos tributarios y de cotizaciones sociales que lo hiciera posible, ofrece la ocasión de repasar su significado con cierta profundidad. En nuestra opinión, la orientación de la política fiscal que se deriva de dicho acuerdo supone un cambio no poco significativo respecto al signo de la política fiscal durante los últimos años.
Si las últimas previsiones respecto al comportamiento del déficit público en España se confirmaran, nuestro país cerraría el año 2016 con un desfase negativo en sus cuentas públicas del 4,6% de su PIB. Ello significa que el esfuerzo de contención del déficit desde que alcanzara sus niveles más altos durante la crisis habría sido algo superior a seis puntos del PIB (desde el 48,1% del PIB en 2012 hasta el 41,6% en 2016).
La pregunta siguiente es inevitable: ¿cómo se ha repartido el esfuerzo de reducción del déficit entre ingresos y gastos públicos durante este periodo? Y la respuesta es clara, el gasto público ha caído de una forma significativa, especialmente durante el periodo 2012-2016. Mientras que, a lo largo de estos años, los ingresos públicos en términos de PIB han permanecido estables. En 2012 alcanzaron el 37,4% del PIB, un porcentaje muy similar al 37,3% que registraron en 2016. Todo el camino recorrido en la reducción del déficit se debe a la reducción del gasto público.
La intensidad del ajuste ha sido enorme y se ha centrado en el gasto social. Salvo en pensiones, todas las principales funciones de gasto han caído. Por ejemplo, el gasto en desempleo ha descendido en 1,5 puntos de PIB, hoy es la mitad del gasto de 2012, pero ello se ha producido gracias a un profundo ajuste en la cobertura del sistema que ahora apenas es capaz de proteger a la mitad de los parados, mientras que lo hacía a más del 80% en 2010. El gasto en protección a la dependencia ha caído también drásticamente en 0,4 puntos de PIB. El gasto educativo se ha reducido en más de 6.000 millones de euros (en torno al -0,6% del PIB) y el descenso en el gasto sanitario ha sido aún mayor, más de 7.000 millones de euros (alrededor de 0,7 puntos de PIB).
Quizá, la única lectura positiva de este ajuste hace referencia al descenso del gasto en intereses de la deuda, más importante desde 2014, cuando empezaron a percibirse los efectos de la nueva política del BCE a partir de 2013. Lo que no debe ocultar que nuestra deuda pública ha crecido en alrededor de 300.000 millones de euros respecto al nivel que tenía a comienzos de 2012. Y, en cambio, el gasto en investigación e innovación, junto al descenso en la inversión pública, ha sufrido un ajuste de alrededor de 20.000 millones de euros (en torno a dos puntos de PIB), un ajuste que todos pagaremos muy caro en el futuro y que ya lo están pagando nuestros investigadores en forma de desempleo y salida hacia otros países europeos. En resumen, si no tuviéramos en cuenta el gasto en pensiones, que ha crecido torno a dos puntos de PIB, el ajuste en el gasto habría alcanzado más de ocho puntos de PIB. En suma, el ajuste total en el gasto nos sitúa a la cabeza de los ajustes en la eurozona tras Irlanda.
Por supuesto, cabe preguntarse por qué el ajuste final en el gasto en relación al PIB ha sido mayor en España que en Grecia —el ejemplo inevitable en la aplicación de políticas de austeridad a ultranza en la eurozona— a lo largo del periodo de la crisis. La razón está en que los resultados de estas políticas en Grecia no han sido otros que introducir a la economía griega en una dinámica dramática en la que los ajustes iniciales, en términos relativos mucho más intensos en el gasto que los llevados a cabo en España, han terminado hundiendo el crecimiento económico (el PIB griego es hoy un 28% inferior al existente antes de la crisis) y, de paso, haciendo que el gasto público terminara creciendo en relación al PIB, justo lo contrario de lo pretendido. Ello obliga a dirigir la atención hacia los efectos de la austeridad en el crecimiento económico a través del efecto procíclico de los ajustes en el gasto, y su mayor impacto depresivo que los ajustes a través del aumento de los ingresos.
España no es solo uno de los pocos países de la eurozona, junto a Grecia, que todavía no ha alcanzado los niveles de producción previos a la crisis, sino que también es uno de los pocos junto a Irlanda y Eslovenia cuya presión fiscal es hoy inferior a la existente antes de la crisis. No solo eso, la distancia en materia de presión fiscal en España respecto a la eurozona ha crecido durante la crisis: era inferior a la media del área euro en seis puntos de PIB en 2007, mientras que en 2016 los ingresos públicos en España representan 8,5 puntos menos respecto del PIB que la media de la eurozona. Si fuera verdad aquella vieja afirmación neoliberal de que la expansión de los ingresos públicos termina asfixiando el crecimiento, España sería uno de los países con más reservas de aire en sus pulmones entre los que componen la moneda única europea.
Así pues, a nuestro entender, aquí y ahora, hablar de consolidación fiscal en el contexto actual debiera llevarnos a pensar más en modificaciones en el terreno de la fiscalidad que insistir en nuevos recortes. No sabemos bien cuál será la orientación de la política fiscal en España durante los próximos años —el panorama político es todavía muy incierto—, pero sí sabemos al menos, tras la aprobación de los objetivos de déficit y las modificaciones introducidas en la estructura de los ingresos públicos para 2017, que el próximo no será un año de nuevos recortes en el gasto, sino de una cierta recuperación de los ingresos públicos algo más equitativa, dado que, además de los derivados del crecimiento nominal de la economía, hay un crecimiento significativo de los ingresos en el impuesto de sociedades, cuya recaudación esperada crece en 4.500 millones de euros respecto del nivel alcanzado en 2016.
Somos conscientes de que el lema “aumentar impuestos” no cotiza demasiado en el mercado electoral, pero carecemos de la ingenuidad necesaria para creer en eufemismos elusivos del tipo “aumentaremos los ingresos fiscales sin subir impuestos”. Queda recorrido en el terreno del gasto público, como se ha señalado antes, hoy inferior en seis puntos de PIB respecto de la media del área euro. Necesitaremos asumir nuevos ascensos en el gasto público durante las próximas décadas en materias clave: pensiones, sanidad, dependencia e inversión en I+D. No debemos renunciar a una estrategia de actuación más intensa del Estado en materia de prestación de servicios públicos y de dinamización del crecimiento económico. Si esto parece haber funcionado en una buena parte de los países europeos que han combinado y combinan elevados niveles de presión fiscal con puestos destacados en el 'ranking' del PIB per cápita, ¿por qué no va a funcionar en España?
No se trata de subir grandes escalones sino de ascender de forma progresiva en el ámbito de los ingresos públicos. Incluso sin modificar la estructura tributaria existente, el margen de actuación en el presupuesto español de ingresos puede ser amplio. Una parte de las diferencias en presión fiscal antes indicadas no es debida solo a que nuestros impuestos tienen tipos impositivos más bajos (por ejemplo, en sociedades o en impuestos especiales) o que tienen coberturas menos extensas en la definición de sus bases imponibles (por ejemplo, en las tasas y precios públicos) respecto a la media europea, sino que, también, a que usamos y abusamos de las desgravaciones fiscales de distinta naturaleza (los denominados gastos fiscales) en las principales figuras impositivas.
En el IRPF, más allá de las deducciones típicas vinculadas a una pobre política familiar, nos encontramos con importantes deducciones según el origen de la rentas (las rentas del ahorro están infragravadas, lo que recarga las rentas procedentes del trabajo) o destinadas a determinados tipos de gastos o inversiones (casi siempre con una fuerte carga regresiva). Algo parecido ocurre en el impuesto de sociedades, con una enorme proliferación de deducciones que hunden el tipo efectivo, ahora parcialmente suprimidas, o en el IVA, donde la distancia entre el tipo nominal básico y el efectivo es sustancialmente mayor que en casi todos los países europeos, a causa de una no bien ordenada distribución de la carga entre las diferentes categorías de consumos.
De lo que se trata es de aceptar de una vez que la preferencia por las políticas de ajuste en el gasto —un término casi siempre acompañado de calificativos como improductivos, excesivos, inútiles o ineficientes, aunque lo que termine ajustándose sea el gasto en desempleo, el sanitario o el educativo— no es neutra desde el punto de vista político, pero tampoco en el económico. Tampoco es neutra la opción por la vía del crecimiento de los ingresos: implica aceptar que no debemos renunciar a una sociedad capaz de responder al esfuerzo que requiere el crecimiento del gasto en pensiones, en sanidad o en dependencia, y que al hacerlo no lo pagaremos en forma de menor crecimiento o de más ineficiencia.