jueves, 10 de octubre de 2013

¿No es un país para viejos?

José Manuel Lasierra y Santos M. Ruesga, artículo publicado en El periódico de Aragón (29 de septiembre de 2013)


¿Recuerdan la excelente película de los hermanos Cohen, situada en un territorio del medio Oeste norteamericano? En el film la supervivencia de los ciudadanos cabalgaba sobre un escenario de violencia permanente, donde la ley del más fuerte (en el sentido físico del término) constituía la filosofía de vida de los ciudadanos de ese país. En ese panorama los ancianos, la población de edad se sentía amenazada de forma permanente y prácticamente recluida en sus hogares. 

No estamos tratando de trasponer, tal cual, a nuestra realidad esa sórdida fotografía que nos mostraban los cineastas estadounidenses. Tan sólo haciendo una simulación de imágenes para poner de manifiesto las dificultades a las que habrán de enfrentarse nuestros conciudadanos de mayor edad, tras dejar su vida activa y pasar al estatus de jubilados. 

Hasta ahora y en los últimos cincuenta años, la situación de los pensionistas fue “in crescendo”. Hasta alcanzar una cobertura de casi el 100 por cien de los jubilados (por vía contributiva o asistencial) y con cuantía también ascendente, salvo episodios puntales de crisis, como los dos años pasados. Es más el sistema de pensiones de reparto ha funcionado con la suficiente flexibilidad como para absorber variadas situaciones económicas adversas y someterse a múltiples reformas parciales encaminadas a garantizar su continua sostenibilidad. La última, conviene no olvidarlo, la reforma aprobada en 2011 por el gobierno dirigido por José Luis Rodríguez Zapatero, con entrada en vigor el 1 de enero de este año.

Foto de Nacho Pérez

Sin duda que los cambios demográficos que se vaticinan para las próximas décadas pueden de nuevo introducir reclamos para proceder a nuevas actuaciones sobre el sistema. Si otros movimientos demográficos no interfieren en ese futuro, cosa que puede ocurrir, en los próximos treinta años asistiremos a una intensificación en el proceso de envejecimiento de la población española, al tiempo que la esperanza de vida de los españoles se alarga y, en particular, para la población de mayor edad, cuestión, esta última, sin duda, que nos ha de llenar de satisfacción individual y colectiva. Ello sin duda, de no mediar otros cambios de por medio, insistimos, habrá de plantear problemas adicionales a la financiación de las pensiones públicas, en tanto que la nómina global de las mismas habrá de aumentar su cuantía relativa, al albur de un crecimiento importante del número de jubilados sobre el total de la población, a partir, en principio de la segunda mitad de la próxima década. 

Pero ello no significa, bajo ningún supuesto, lanzar amenazas e infundios sobre el futuro de las mismas. El sistema público de pensiones tiene un sustento constitucional, definido por tanto como una obligación del Estado, obligado por tanto a hacer frente a esta prestación social, en cuantía suficiente para garantizar una vida digna a todos los ciudadanos llegados a una cierta edad. Así pues, mientras el Estado sea solvente nadie debiera dudar de su obligación para hacer frente al pago de pensiones, del modo que considere oportuno. No hay un debate técnico (de expertos) al respecto, sino político, rayando en lo ideológico, que afecta a la cuantía (suficiencia) de las mismas y, por extensión, al modo de acometer su financiación. 

Desde posiciones ideológicas conservadoras, más cercanas a la concepción del Estado como un ente promotor de la caridad cristiana, que un sujeto de obligaciones pactadas con los ciudadanos, a su vez sujetos de derechos económicos y sociales, se trata de enfocar el problema adscribiendo el pago de pensiones a una fuente fiscal finalista, un impuesto específico, las cotizaciones sociales, vinculando por tanto el devenir de la cuantía de las pensiones a las vicisitudes definidas, políticamente, de esta fuente de recursos públicos. En esa perspectiva se habla de déficit del sistema de pensiones y de su sostenibilidad financiera. Se establece por tanto, a priori, y de forma interesada, que la única fuente de financiación posible de las pensiones son las contribuciones de trabajadores y empresarios al sistema de la Seguridad, cuando la realidad histórica, tanto española como europea, ha superado con creces ese marco tan restrictivo para la financiación de una prestación social básica, como son las pensiones, para la cohesión social y económica de una sociedad desarrollada. 

A partir de aquí se pontifica la urgencia de “equilibrar” el sistema de financiación y se concluye en la “necesidad” de un ajuste financiero intenso para hacer frente a los retos “demográficos” y “económicos” que amenazan a la futura sostenibilidad financiera de este sistema cerrado de cotización-prestación. La propuesta de reforma del sistema de pensiones que estamos conociendo estos días del gobierno Rajoy, con la introducción de un Índice nuevo de revalorización de las pensiones y Factor de Sostenibilidad, se sustenta en este discurso. Y de ahí, a cargar la futura sostenibilidad del sistema contributivo contra la cuantía de las pensiones individuales solo hay un paso, que ha franqueado el Gobierno de Rajoy con el texto legislativo que estos días está presentando en diversas instancias institucionales. De paso, acelerando el proceso de ajuste, a través de un alambicado instrumento de revalorización de las pensiones que redundará de inmediato en una caída del valor real de las mismas, contribuye a su objetivo estrella y único en el terreno de la política económica: reducir el déficit hasta alcanzar los compromisos con la Troika en esta materia. Dos pájaros de un tiro, a pesar de que profundice en el error que arrastra la política económica de este gobierno (y del anterior en su último periodo) de ahondar en el círculo perverso de intenso ajuste fiscal, recesión, caída de los ingresos impositivos, mayores “necesidades” de políticas de ajuste fiscal. 

No ha lugar, por tanto en este esquema a una concepción de la pensión como una prestación social, cuya característica fundamental habría de ser la suficiencia. Que habría de acudir, si ello fuere necesario a cualesquiera recurso financiero del Estado, como de hecho ya ocurre en la práctica (financiación de las prestaciones asistenciales o del complemento a mínimo de las pensiones contributivas) para su garantía. 

Es que en este modo de obrar, que paulatinamente arrostrará reducciones en la capacidad de compra de las pensiones públicas, con el miedo y las incertidumbres para la pensión jubilada que ello conlleva, abre el espacio, altamente publicitado, a la expansión de fórmulas tuteladas por el sistema financiero de ahorro con destino a los años de retiro. Con ello se cierra la cuadratura del círculo que nos supone otra cosa que una privatización parcial del sistema público de pensiones. Objetivo final: pensiones públicas de escasa cuantía y expansión de los fondos privados de pensiones, grandes artífices hoy en día (en manos de gestores bancarios o de aseguradoras que obtienen altos rendimientos de ellos, en el particular caso español) de la mayor volatilidad financiera que ha conocido la historia de la humanidad.

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