viernes, 13 de enero de 2012

¿Aumentar el tiempo de trabajo?

No, gracias. Para crear empleo, crecer



La tendencia a la reducción del tiempo de trabajo (y el consiguiente aumento del tiempo dedicado al ocio) es una constante desde la revolución industrial, gracias al crecimiento económico y a la evolución tecnológica. Esta reducción del tiempo de trabajo se alcanza de dos maneras distintas, o bien a lo largo de la vida laboral (entrando de forma más tardía en el mercado de trabajo y saliendo antes de él), o bien, acortando la jornada de trabajo, ya sea en el cómputo diario, semanal (“aumentando” la duración del fin de semana, por ejemplo, no trabajando los viernes por la tarde), o anual (incrementando el periodo de vacaciones). Esta reducción de la jornada puede realizarse sobre el trabajo a tiempo completo o incrementando el uso del empleo a tiempo parcial. 

¿Por qué reducir el tiempo de trabajo? En un contexto de lucha contra el desempleo, tenemos las políticas económicas restringidas: las actuaciones de política monetaria están en manos del Banco Central Europeo, al compartir la moneda con la zona euro, y las actuaciones de política fiscal están restringidas al acatamiento del Pacto de Estabilidad y Crecimiento y las modificaciones introducidas en la constitución española (agosto 2011), en cuanto al límite de cumplimiento de déficit público y de emisión de deuda pública, e incluso las políticas laborales están condicionadas también a los criterios del Pacto del € Plus (de competitividad) y de la gobernanza económica (Programa Nacional de Reformas). Con este panorama, las posibilidades de actuación se van acotando. ¿Cómo luchar entonces contra el desempleo? 


La primera medida sería incrementar el crecimiento económico mediante políticas de demanda, pero ya hemos visto las limitaciones a su uso. Por tanto, de las políticas laborales, una opción sería la de repartir el trabajo. Este es un debate que ya se planteó en la anterior crisis, de comienzos de los años noventa, y dio pie a numerosos planteamientos (por ejemplo, se pueden releer algunas propuestas en Ruesga y Pérez Ortiz (2004): “El debate económico sobre la jornada de trabajo en la Unión Europea”, en EconomíaUNAM, vol. 2, nº 5, y David Anisi (1998): “La reducción de la jornada de trabajo: una evaluación teórica”, publicado en Ekonomi Gerizan. "El espacio social y el empleo en la construcción de Europa", Federación de Cajas de Ahorros Vasco-Navarras). 

¿Y qué es lo que se ha hecho? Pues lo primero ha sido alargar el tiempo de trabajo en la vida laboral (por el aumento de la edad de jubilación aprobado en febrero del año 2011). En los años previos a la crisis, además, se había adelantado la edad de entrada en el mercado de trabajo, consecuencia del abandono escolar y la entrada previa al mundo laboral. Ahora, esta situación ha cambiado, no de forma voluntaria, pero las dificultades que los jóvenes tienen para acceder a un puesto de trabajo están acortando de nuevo, por ese lado, la duración global de la vida laboral. 

En cuanto a la jornada laboral: las medidas adoptadas por el reciente gobierno en el último consejo de ministros del año 2011 han promulgado un aumento de la jornada de trabajo de los funcionarios públicos. ¿Y qué se consigue con esto? En primer lugar, y unido a la que denominan congelación salarial, en realidad se consigue una reducción del salario: el mismo salario dedicando más horas supone menos salario por hora trabajada. 

Esta reducción de los costes salariales (desde el punto de vista empresarial) es al mismo tiempo una disminución de ingresos para el trabajador, es decir, una reducción de la renta disponible para los que están actualmente ocupados, que son, además, los principales consumidores. La repercusión sobre la demanda agregada es inmediata: deprimirla aún más. 

La visión de las mejoras de competitividad que se pueden alcanzar gracias a la reducción de costes laborales para la empresa, en este contexto no parecen tan claras: ¿hacia dónde se dirige la producción? Si es al mercado nacional, al haber reducido la renta disponible de los consumidores, difícilmente se podrá mejorar el consumo interno. Pero ¿y hacia el exterior? En un contexto internacional de incertidumbre, la mejora de las exportaciones no proviene únicamente de la disminución relativa del precio de los productos exportados (difícilmente podríamos competir con países como China o los del sudeste asiático, especialmente cuando la inmensa mayoría de nuestras exportaciones se dirigen a la Unión Europea), sino, sobre todo, de la mejora de la calidad de los mismos. 

Y la mejora de la calidad, y con ello de la competitividad, no se alcanza reduciendo los costes a través del aumento de las horas de trabajo, sino, en todo caso, a través de las mejoras técnicas (para lo cual, es necesaria la inversión). 

Pero hay otra opción: reordenar y reorganizar el trabajo, logrando mejoras de productividad gracias a un uso racional del tiempo y una mejora en la eficiencia del mismo. Esta reorganización puede permitir el mayor uso del capital instalado y si se une una reducción del tiempo de trabajo, se pueden alcanzar incrementos de productividad (asociadas tanto a la aceleración en los métodos de trabajo como a la eliminación de prácticas infraproductivas). Estos incrementos de productividad pueden servir para financiar en parte la propia reducción de tiempo de trabajo (aunque no complete totalmente la reducción salarial asociada) y en parte, para mejorar la posición competitiva de la empresa. 

Por otra parte, según apuntan desde el gobierno, congelar los salarios y aumentar las horas de trabajo (reducir costes laborales, en definitiva) permitirá mejorar la productividad de las empresas, al alcanzar la misma producción con menos personas empleadas. Pero si nos atenemos a los resultados empíricos (véase, por ejemplo Ruesga y Pérez Ortiz, 2005: “La jornada de trabajo: reflexiones sobre el debate actual”) las ganancias de productividad derivadas de incrementos de jornada laboral son muy escasas (trabajar durante más horas, desde el punto de vista individual, no significa trabajar mejor, es decir, de forma más eficiente y por lo tanto, aumentando la productividad). 

Y si observamos las reacciones de nuestro entorno más inmediato, hace apenas un año nos preguntábamos cómo en Alemania lograban pasar de puntillas por la crisis del empleo que la mayor parte de las economías desarrolladas están sufriendo. Y lo hicieron con medidas de reducción (no de incremento) del tiempo de trabajo (el llamado kuzarbeit, del que se puede leer algo más en Ruesga, Martín Navarro y Pérez Ortiz (2010): “¿Sirve en España el modelo alemán? Una panorámica sobre la situación actual del mercado de trabajo en España y Andalucía”, en Temas Laborales, nº 104). La reforma laboral de junio-septiembre de 2010 en España introdujo mecanismos para facilitar el uso de esa medida (ya existente en España, con los ERE de reducción de jornada). En las mesas de negociación siempre ha estado el fomento del contrato a tiempo parcial como otra forma de reparto, al menos, del empleo existente entre un mayor número de personas. 

Por tanto, si hasta ahora las políticas para luchar contra el desempleo han tratado de reducir el tiempo de trabajo, con la idea de, al menos, mantener los niveles existentes (estrategia defensiva), ¿cómo es que ahora con cinco millones de parados, un flamante cambio de nombre al Ministerio de Trabajo por el de Empleo, y un objetivo nominal de centrarse en el empleo, las medidas que hasta ahora ha tomado el nuevo gobierno van en el sentido contrario? 

Quizá es que el gobierno debería dejarse de circunloquios: el objetivo claramente no es la creación de empleo, sino la reducción de gastos que lleven a un ajuste del déficit público. Pero reducir gastos sin crear empleo sólo consigue incrementar aún más el déficit. La mejor forma de recuperar ingresos, y con ello equilibrar las cuentas públicas, es creando empleo, no destruyéndolo. Y para crear empleo, hace falta crecer. 


Laura Pérez Ortiz - Augusto Plató

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